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Manifiesto de los Notables. Madrid, 9 de enero de 1876

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      Honrados en la Junta general de 20 de mayo último con el voto de nuestros antiguos colegas del Congreso y del Senado, cúmplenos darles sucinta cuenta de cómo hemos procurado corresponder a su confianza. La ocasión en que lo hacemos ofrece ventaja de estar convocadas las Cortes del Reino, pudiendo así dirigirnos al mismo tiempo al Cuerpo electoral, cuando va a decir de los destinos de la patria.

      Natural ha de parecer, sin duda, que en tal momento los representantes de los partidos políticos congregados en el histórico Palacio de Doña María de Aragón procuren, en cuanto les sea dable, ilustrar la conciencia de los electores y exhortarles a afianzar con sus sufragios las conquistas del espíritu moderno, asentando sobre sólidas bases el orden público y poniendo a cubierto de peligrosas contingencias los principios fundamentales de la monarquía española.

      Tras hondas perturbaciones y dolorosos ensayos, que más de una vez pusieron en inminente riesgo la unidad sagrada de la patria y los más altos intereses sociales, y precedida de un breve período de reorganización del Ejército y de laudables esfuerzos para reconstruir el orden moral y material, apareció al fin, traída por la fuerza irresistible de los sucesos y por el amor de los pueblos, la monarquía tradicional representada en don Alfonso XII.

      Distinguíase de otras estas restauración por una circunstancia esencialísima: la de que la dinastía restaurada, lejos de simbolizar el antiguo régimen con su absolutismo y sus privilegios, era la encarnación histórica del derecho común, de las libertades públicas y del sistema parlamentario, defendidos a precio de su sangre por nuestros padres al grito de "Viva la Reina" y definitivamente conquistados en los memorables campos de Vergara. ¡Que mucho que, agobiados los españoles por una nueva e implacable guerra, suscitada por el nieto del que durante siete años anegó en sangre el suelo patrio, aclamaran alborozados a don Alfonso XII, confiando obtener con su augusta madre!

      De todas suertes, ocupado felizmente el trono por un príncipe joven, de relevantes prendas personales, educado en la escuela de la desgracia, inspirado en el espíritu de su siglo, poseído el sentimiento de su deber y de sus altos destinos y representante mejor que otro alguno del principio de autoridad, por tener a su favor la herencia, la tradición y la legitimidad; era obligación de todos los buenos patricios agruparse a su alrededor para allanarles el cumplimiento de la difícil misión que en sus inescrutables designios le confiara la Providencia.

      Dos necesidades apremiantes había que satisfacer: la de hacer la guerra sin descanso y con viril energía hasta devolver a esta nación sin ventura el bien inestimable de la paz, y la de entenderse y concertarse los hombres de recta conciencia y sano corazón, deponiendo sus odios y rencillas ante el altar de la patria, para llegar al establecimiento de una legalidad común que haga posibles el juego de regular las instituciones y el libre ejercicio de las prerrogativas del monarca, lo primero era de la exclusiva competencia del gobierno y del ejército. Lo segundo incumbía a los partidos políticos que también estos tienen grandes deberes que llenar y una inmensa responsabilidad ante la historia. Es tan cómodo como frecuente atribuir la culpa de las revoluciones y desastres que afligen a los pueblos a los consejeros de los reyes; y sin embargo, no pocas veces acontece que un monarca ilustrado de su pueblo, mientras este, devorado por el personalismo, o dividido en parcialidades que se hacen cruda guerra, atentas, no al bien de la patria, sino a la satisfacción de sus odios y a la codicia del mando, frustra los nobles propósitos del rey, dejándole en manos de partidos enconados y caducos, impotentes para edificar, pero no siempre demasiado poderosos para perturbar y demoler. El poder real necesita, para cumplir sus altos fines, ser eficazmente secundado, o por partidos bien organizados, que solo obedezcan al interés público, que sepan esperar y no cambien el criterio cuando han de ejercer la autoridad, o por una opinión pública, robusta y vigorosa, que pueda imponerse a todas las parcialidades políticas; y al faltar uno y otro punto de apoyo, porque el país, postrado por sus pasadas desdichas, haya perdido la conciencia de sus deberes y no acierte a sacudir el yugo de los que explotan su abatimiento y falta de fe, entonces no es en verdad el monarca responsable de la catástrofe final, sino si víctima inocente. La historia, que ofrece sin duda útiles lecciones a los reyes, tiene también para los partidos y los pueblos fecundas y provechosas enseñanzas.

      Don Alfonso XII, jefe de una dinastía íntimamente enlazada con las libertades públicas, habían declarado desde el destierro que, abolidas de hecho, como estaban, tanto la Constitución de 1845 como la de 1869, nada decidiría de plano y arbitrariamente, sino que todos los problemas políticos serían resueltos de conformidad con los votos y la conveniencia de la nación; y al ser aclamado por esta, la misma composición de su primer ministerio era prenda segura de la política amplia y generosa que se inauguraba con el nuevo reinado.

      Natural era, pues, que los partidos, respondiendo a su llamamiento, se concertaran para llegar a una legalidad común, porque sin un rey universalmente aceptado, y una constitución por todos respetada, podría existir en verdad una dictadura más o menos inteligente y provechosa, pero es de todo punto imposible al régimen monárquico constitucional y parlamentario.

      Tales fueron los móviles y los fines de la reunión de antiguos senadores y diputados verificada el 20 de mayo en el Palacio de Doña María de Aragón. Cómo ha desempeñado su encargo la comisión allí nombrada, cosa es de todos sabida, merced a la publicidad que, dentro y fuera de España, se ha dado a su proyecto de Constitución.

      En su patriótico anhelo de aunar la mayor suma posible de voluntades, la comisión, secundando el noble pensamiento del monarca, huyó cuidadosamente de restablecer ninguna de nuestras Constituciones anteriores, para no renovar la llaga de antiguas discordias, que ojalá sirva de perdurable escarmiento.

      Convino, asimismo, unánimemente en dejar fuera de discusión los atributos esenciales de la monarquía hereditaria, y para dar a la corona todo el brillo que, en bien de los pueblos, ha menester, procuró desde luego rodearla de instituciones similares a la monarquía, admitiendo como senadores por derecho propio, no solo a los primeros dignatarios de la Iglesia y del Estado, sino también a los grandes de España que gocen una renta anual de diez mil duros. No cree la comisión resucitar con esto el régimen de castas, ni siquiera crear una clase privilegiada. Abolidos los mayorazgos y sujetos todos los ciudadanos a una ley común, no es hoy la grandeza, en rigor, más que una alta distinción social con que el rey premia las hazañas militares y otros servicios relevantes, sucediendo a veces que son enaltecidos con ella modestos hijos del pueblo, que, habiéndose encumbrado, por la virtud del trabajo y el ahorro, han sabido hacer un uso patriótico de su fortuna. Una clase abierta a todo el mundo y que de continuo se renueva, infundiéndole su savia el valor, la riqueza, el trabajo y la inteligencia, no puede provocar las antipatías de un pueblo sensato, que pide con justicia la igualdad de los ciudadanos ante la ley, mas no la igualdad del mérito, de los servicios y de la aptitud ante la sociedad y la naturaleza. De todos modos, aceptado, como la razón y la experiencia aconsejaban, el sistema de las dos Cámaras la convivencia y la lógica exigían que fueran diversos los elementos de su composición y por esto, nosotros establecimos de una parte los senadores por derecho propio, de otra los nombrados por la Corona dentro de determinadas categorías, y además los elegidos por las diversas clases y corporaciones del Estado, a fin de que sean siempre oídos, y estén legítimamente representados en la cámara alta, la ciencia, las artes, la agricultura, la industria, el comercio, y en suma todos los grandes intereses sociales. Solo de esta suerte podrá el Senado ejercer su principal función de Cuerpo intermedio y moderador, oponiéndose así a las invasiones del poder real, como a los ímpetus irreflexivos del Congreso, Asamblea, que por su misma índole, esta destinada a reflejar en el mecanismo político la opinión movediza y un tanto apasionada de las masas populares.

      La experiencia había puesto de relieve los inconvenientes que suele ofrecer el Senado vitalicio establecido por una de nuestras anteriores Constituciones. Todo ministerio que, contando con la confianza de la Corona y la mayoría del Congreso, estuviera en minoría en el Senado, tenía que abusar ordinariamente de la facultad indefinida del Monarca para el nombramiento de nuevos senadores; y estas numerosas promociones, sobre colocar el alto Cuerpo colegislador en cierta humillante dependencia, cedían en un desprestigio, no menos que en el monarca. Era, pues, preciso remediar el mal, dotando, sin embargo, a la Cámara alta de la flexibilidad que ha menester para que los partidos alternen pacíficamente el mando; y la comisión a creído resolver el problema admitiendo en cierta manera el elemento electivo.

      No hubo dificultad alguna en llegar a una fórmula común en lo relativo a la composición del Congreso. Anhelando dar a la Constitución la posible elasticidad, decidimos admitir en nuestro proyecto el artículo 21 de la Constitución de 1845, que permite a los partidos políticos establecer en las leyes orgánicas el sistema de elección que juzguen más oportuno.

      Igualmente conformes estuvimos en admitir en principio que hay derechos individuales que la ley no crea, concretándose a reconocerlos y sancionarlos. Pero habría sido temerario desconocer que, siendo el hombre por su misma naturaleza u ser social, el derecho de cada individuo no puede menos de estar limitado, no solo por los derechos de los demás, sino también por el del Estado, sin lo cual sería imposible la existencia de la sociedad. Sin dar, pues, demasiada importancia a que estas declaraciones de derechos se estampen o no en las Constituciones, resolvimos la cuestión conservando en su mayor parte, aunque con las indispensables variantes, la redacción del título I de las Constituciones de 1869.

      Un solo punto, el religioso, logró el privilegio de dividir las opiniones y provocar un ardiente debate, a cuyo término tuvimos el hondo pesar de que se disgregara la comisión, separándose de su seno una minoría que, no por ser poco numerosa, deja de merecer respeto y que en razón de esta última divergencia resolvió abandonar la totalidad del proyecto, bien hubiéramos querido retener a nuestro lado, aun a costa de grandes concesiones, a tan estimables colegas; pero no podíamos sacrificar el deseo de unión y de concordia los fueros de la conciencia ni ligar imprudentemente la dinastía de Borbón en la opinión de España, y de Europa, al principio de la intolerancia religiosa, poniendo en manos de la revolución una bandera que no tardaría en hallar eco en las impresionables muchedumbres.

      Tampoco estuvieron conformes en todas sus partes con la solución acordada, en este asunto, otros individuos de la comisión y esforzaron la defensa de su parecer con tanta insistencia como sinceridad; pero creyendo siempre que no tenían el derecho de rehusar sus firmas al proyecto, ya por ser producto de las opiniones de la mayoría, ya por hallarse enteramente de acuerdo con ella respecto a la manera de resolver las restantes cuestiones constitucionales, las pusieron desde luego al pie del proyecto referido, como las ponen hoy en el Manifiesto, guiados por patrióticos móviles, que sus compañeros se apresuran a reconocer y aplaudir.

      Es vano empeño el de atajar las corrientes de las ideas en cada siglo, y dada la situación actual de los ánimos de las naciones cultas, no es ciertamente la intolerancia legal el procedimiento más adecuado para salvar la unidad católica. El medio mejor y más eficaz de conservar este bien inestimable es quitar a la revolución el arma terrible que sin duda esgrimiría para conmover a la multitud si pudiera alegar con algún viso de razón que el poder civil ejercía coacción sobre las conciencias; y por esto hemos decidido trasladar a la Constitución lo que estaba ya en nuestras costumbres: elevar a derecho nuestro propio estado social y armonizar, en una fórmula meditada, y nos atrevemos a creer que feliz, las exigencias de los tiempos con las creencias y tradiciones católicas del pueblo español.

      Tales son, en lo fundamental, y abstracción hecha de otros puntos importantes, pero de un orden relativamente secundario, las transacciones patrióticas a que ha llegado la comisión, compuesta de hombres políticos de muy distinta historia y que han reñido entre sí rudas batallas en el curso de su larga vida pública.

      Al recomendar su ejemplo y la aceptación de su proyecto, así a sus antiguos colegas como al cuerpo electoral, faltarían a la lealtad que deben al rey y a la nación, si no dijeran cuánto sienten con el acento de la convicción más profunda. A su juicio el régimen parlamentario pasa hoy en España por una crisis suprema, cuya solución, favorable o adversa, depende exclusivamente de la Cortes que van a reunirse y, por tanto, del criterio que domine en su elección.

      Fiel, y hasta nimiamente escrupuloso, el Gobierno del Rey en el cumplimiento de la palabra que este empeñara en su Manifiesto de Sandurst, ha huido cuidadosamente de toda carta otorgada y, lo que es más, se ha abstenido de restablecer por sí cualquiera de nuestras Constituciones anteriores, aun con carácter provisional, dejando intacta esta ardua cuestión para resolverla con el concurso de las Cortes. Urge, pues, constituir en brevísimo plazo al país y esto no puede lograrse sin que los diputados y senadores se penetren de la grandeza de su misión. Los extravíos excesos del principio parlamentario en estos últimos años han quebrantado profundamente su prestigio hasta el punto de darse el caso raro de ser el gobierno del rey el que por propio impulso, sin presión alguna y arrostrando tal vez la impopularidad de la mediada, aconsejada en verdad por la razón de Estado, ha convocado los comicios, abdicando espontáneamente la dictadura que las circunstancias pusieron en sus manos. Deber en, por consiguiente, de las primeras Cortes del reinado de don Alfonso XII rehabilitar la autoridad moral de las instituciones representativas, indisolublemente ligadas con las libertades patrias.

      Pero si en presencia de las dificultades y complicaciones de todo género que nos rodean, gastan estérilmente su energía en discusiones abstractas, en vez de consagrarse con viril celo a proporcionar a nuestros bravos soldados los medios de poner pronto término a las dos guerras civiles que agotan nuestros recursos y la sangre preciosa de nuestros hijos, si consumen su vitalidad en ridículas disputas de escuela, apenas excusables en la infancia de la revoluciones, en vez de procurar con firmeza el alivio del estado económico del país, agobiado por el peso de los tributos, las malas cosechas, la falta de brazos, la interrupción de las comunicaciones, la clausura de fábricas, y tantos otros males nacidos de esta lucha fratricida que nos aniquila y deshonra; si cometen la locura de mantener al país uno y otro mes en una interinidad peligrosa, en vez de poner mano con vigor y perseverancia en la obra, por extremo difícil, de restaurar nuestra malparada Hacienda, y tratar de colocarnos sin tardanza en situación de que el poder de España sea respetado, así en la Península como al otro lado del Océano; y, en suma, si no se apresuran a organizar los poderes públicos, haciendo parlamentariamente lo que en otras ocasiones ha hecho el Monarca por un acto de dictadura ministerial, o mucho nos engañamos, o la opinión pública convencida de que las Cortes no aciertan a inspirarse en las verdaderas y urgentes necesidades del país, les volverá la espalda y hará el vacío a su alrededor, cayendo en un hondo descrédito el principio parlamentario a los ojos de nacionales y extranjeros. Ciertamente no perecerá por eso el régimen representativo, que está, sin duda, destinado a sobrevivir a nuestros errores y miserias, pero, a las veces, por culpa de los partidos y por falta de una opinión nacional vigorosa que se sobreponga a las pasiones de bandería, sufre lardos y dolorosos eclipses la libertad, a cuyo goce, por una ley providencial, solo están llamados los pueblos que saben merecerla.

Procedencia: El Imparcial. 11 de enero de 1876
(Universidad Alfonso X el Sabio).

Manifiesto de Manzanares. Madrid, 6 de julio de 1854

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Manifiesto del Núcleo Fundacional de la AIT. Madrid, 24 de enero de 1869

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Programa del PSOE. Madrid, 20 de julio de 1879

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Programa de Unión Republicana. Madrid, febrero de 1911

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Programa Anarquista. Agosto de 1917

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Programa Electoral PCE. Madrid, 30 de febrero de 1933

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Programa del PSOE. Madrid, enero de 1934

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Los 27 Puntos de la Falange. Madrid, octubre de 1934

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 Programa del Frente Popular. Madrid, 15 de enero de 1936

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